26 de noviembre de 2014

El Chico del Sur

Cuando conocí al chico del sur acababa de romperme.

En realidad estaba ya pegando los trozos caídos. Recogiendo las horas y meses sobrantes de aquella relación sin saber muy bien qué hacer con ellos. Llevaba en la mochila algunos recuerdos que amarilleaban y mucha rabia acumulada. Rabia de esa que sólo dejan las historias que te rompen. Las que te dan un bofetón en la cara y te espabilan de un día para otro. De las que acabas jurando que no te vuelve a pasar.

El chico del sur tenía gracia. Y debía tener mucha, porque acabó enamorándome. Así, sin esperarlo. El amor es muy cabrón, no te deja un respiro. Llega sin avisar y te pone la vida patas arriba cuando estás aún buscándote los pies. Y lo que empezó como una alegría de esas que metes en las bragas sin dar explicación a nadie acabó siendo un romance en toda regla. Un desastre.

Fue una casualidad que nuestras brújulas coincidiesen en el mismo punto perdido del mapa, ya que eran más de ochocientos kilómetros los que separaban nuestros pasos. Y a mí, que me encanta jugar a ser nómada, contar distancias y llenar las botas de caminos, de repente esos ochocientos kilómetros me parecieron infinitos, cortantes, imposibles. Ochocientos kilómetros al sur: una apuesta fuerte para alguien que está todavía pegando los trocitos que se caen, que se agrietan, que abren agujeros y dudas en el pecho y las promesas se vacían y los tequiero suenan a fábula y las verdades chirrían y el espejo devuelve la mirada más desconfiada que has visto nunca. Porque entra en escena el miedo. Porque has jurado que no te vuelve a pasar y ya vas por el mismo camino. Miedo.

El chico del sur me hizo perder el norte. Tenía una guitarra y las manos llenas de magia, dibujos en la piel, secretos en el pelo y unas cuantas camisas de cuadros. Una sonrisa soleada que sabía templar aunque él mismo estuviese a punto de derrumbarse. Porque también él venía recogiendo sus pedazos rotos. Nunca lo admitió, era uno de esos secretos que se empeñaba en guardar en el pelo junto a todas sus penas, pero yo lo sabía.

Enamorada, y como todo enamorado, me convertí en alguien que se sentía fuerte y vulnerable a un tiempo, libre y atada, feliz e insegura. Siempre depende de la intensidad con la que muerde el miedo. El dolor de su mordisco me trajo los recuerdos amarillos, las discusiones, las grietas y llené la cabeza de espirales sin retorno. Y cuando el chico del sur tropezó con una duda, lo saqué de mi camino. Deseé convertirme en hojalata para dejar de inventarme mil historias junto a él.

Sigo intentándolo. Ser más hojalata y menos emoción. El chico del sur dice que no le asusta el óxido de mi armadura ni este silencio que nos empuja al precipicio. No le creo.

Para creerle tendría que ser tan valiente como él.

***

Ahora que cuento su historia, un arcoiris amanece entre las nubes que han teñido el día en una aburrida escala de grises. Esto sólo puede ser cosa del chico del sur. De la magia de sus manos.


1 comentario:

Anónimo dijo...

A veces se pierde el Sur buscando nuestro Norte… Pero nada se pierde en la nada, hay un todo en los rostros de nuestros rostros del alma. Enamorarse es sentir la vida, la piel del otro (a) que enternece nuestra piel. Enamorarse es reír en los cementerios, bailar bajo la lluvia, sentir en el sentir de los ojos que no vemos pero que nos abrazan en silencio, sin distancia…hasta el ultimo suspiro de una noche de verano en invierno… Amo amar el amor azul anaranjado !