11 de octubre de 2013

Islandia


Hace un año, a estas horas, subía a un avión con destino Reykjavík. Y ahí pasé el invierno más largo y bonito de los que he vivido. Ví paisajes increíbles, ciudades, calles y casas diferentes a todo lo que había visto antes, subí a un glaciar, me asomé al cráter de un volcán, cabalgué en un caballo islandés, escuché resoplar a la tierra con la explosión del géiser, y me enamoré de cada catarata que visité. Pasé frío, mucho frío, y me calenté en las saunas y en las aguas termales del Blue Lagoon. Aprendí de la historia islandesa en sus museos, monumentos y libros; y aprendí a tejer en alguna de esas largas noches. El día antes de irme, la isla me regaló la espectacular visión de la aurora boreal, y la emoción hizo que riera y llorara al mismo tiempo. Pero, ¿sabéis lo mejor de todo? Lo mejor lo encontré en cada persona que conocí, en mis amigos Sigga y Jón, Frances, Barbara, en mis niños, y en cada persona que con su historia me enseñó, me sorprendió, y me hizo comprender que, con cada viaje, y a cada paso, la vida se va tejiendo un poquito más fuerte, más colorida y más caliente. Como un jersey islandés, como un lopapeysa. 




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